Prometí que les contaría un poco, a través de mi experiencia, cómo era estudiar en la universidad en los 90, en este mismísimo y querido país.
Resulta que ingresé en la carrera de antropología en el año 1989, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, de la mano de las políticas que aseguraban que el Estado era caca, y que la educación superior debía ser financiada con fondos internacionales (recordemos el FOMEC) o bien arancelada.
Total, como todos sabemos, la universidad siempre fue sólo para educar a los hijos de los que pueden pagar, aún siendo pública y gratuita. Qué cosa che.
Y resulta que siempre viví en Los Polvorines, donde no sólo no había oferta de educación superior, sino que las pocas líneas de colectivo -horribles y lentas- eran preferibles al tren, inseguro y destruido. (Hoy lo tomo todos los días, el Belgrano N es el mejor tren).
Así que la historia era viajar cinco horas, a veces para cursar dos. Y hacer malabares para pedir apuntes, gestionar becas de materiales (las pocas que había) y comprar los menos posibles. Y laburar de lo que se podía para bancar toda la movida, que a una familia como la mía le resultaba muy cara.
Porque no sólo apuntes y pasajes, alguna pilcha decente, algún sanguchito... Todo sumaba.
Y la verdad que la UBA no me la hizo fácil. Todos los santos días se encargaba de demostrarme que eso no era para conurbanas flojas, menos si la idea era hacer "antropología", que eso no era para trabajar de nada serio.
Pero mis padres, además de bancarme en todas, me dejaron el legado de una cabeza pétrea.
No terminé en tiempo y forma, no tuve las mejores notas, pero terminé. De pura cabeza dura, y a costa de frustraciones, humillaciones y exclusiones varias. A pesar de la UBA terminé.
Y en la universidad milité por primera vez, fui representante estudiantil, fui a marchas y me tiraron agua y gases (porque no sé si saben que en las marchas de los 90 no se iba a la Plaza a festejar la democracia, como ahora. Estábamos en democracia, si, pero era muy otra cosa).
Y en la universidad también me hice el mejor grupo de amigos que aún conservo, me enamoré, viajé, escribí, crecí. Me formé adentro y afuera de las aulas, en iguales proporciones.
Y conocí todo un mundo que, con el tiempo y a la fuerza, fue mi mundo. Y gracias a ese mundo mis posibilidades fueron muy distintas a las de mis compañeros de secundaria, que en su mayoría (en su inmensa mayoría) no pudieron ir a la universidad.
Asi que enterarme del PROGRESAR me dio un poco de envidia, para qué les voy a mentir. De esa envidia buena, de la que te dan ganas de que hubiera pasado antes.
La misma alegría envidiosa que me dio la apertura de la Universidad de General Sarmiento, y la de José C. Paz, y la de San Martín...
Por eso disfruten compañeros jóvenes, disfruten de un Estado que se tomó en serio la idea de una universidad para todos, incluso contra la propia lógica de la universidad, que todavía mucho no se lo cree.
Disfruten y defiendan esto, porque no hace tanto había otros jóvenes de la Conurbania profunda que dudaban todos los días si seguir o no, si iban a poder viajar hasta las pocas ofertas elitistas que existían, a los que las nuevas universidades y 900 pesos les hubieran servido de gran estímulo, y que hoy los miran con una alegría envidiosa.