Muchas discusiones se abren actualmente sobre
la universidad pública. Si sus carreras son pertinentes, si la docencia y la
investigación son compatibles, si las condiciones de precarización de gran
parte de los docentes pueden sostener la “excelencia académica”, si la
producción científica da cuenta de las necesidades sociales, y tantas otras que
hasta sería tedioso enumerar.
Y sería tedioso por la cantidad de temas, pero
por sobre todo sería tedioso porque le interesa a poca gente. Y no es porque la
gente (el pueblo) sea desaprensivo en relación a los organismos de Estado. Sino
porque éste en particular, la universidad, no le es (y nunca le fue) propio,
accesible, cercano, por ende muchos menos discutible.
La universidad es problema sólo de los
universitarios.
Y aunque se viene trabajando mucho para abrir
los candados que ella misma pone, la querida y valorada universidad pública,
gratuita y estatal se las arregla para seguir imponiendo sus lógicas endémicas,
excluyentes y autolegitimantes.
La vieja canción que hemos entonado todos
quienes transitamos experiencias de militancia universitaria, nunca dejó de ser
una enunciación de principios, siempre utópicos: universidad de los trabajadores es y fue un horizonte que se sabía,
de entrada, inalcanzable.
Y creo que no es casual que los gobiernos
representativos universitarios terminen dando cuenta de ese alejamiento entre pueblo y universidad, está en sus mitos fundacionales, en las antiguas y
medievales academias. Lo que no se puede negar es que son de verdad
representativos, no sólo en un sentido político, sino y principalmente cultural
y de clase.
No porque los trabajadores no quieran acceder,
tampoco porque la universidad cierre explícitamente sus puertas a “nadie”.
Sino, simplemente, porque ambos sectores abdicaron las pretensiones, como consecuencia
de reconocerse mutuamente inalcanzables.
¿Hasta cuándo se puede sostener una universidad
cuyos mecanismos reproducen lógicas cuasi-feudales, legitimando -amparados en
la “autonomía universitaria”- su lejanía del “estar siendo” popular, como diría
Kusch? ¿Hasta cuándo se puede ser parte –por acción u omisión- de esos
mecanismos que, de no ser por escasas voluntades individuales y comprometidas,
reproduciría abiertamente los que Bourdieu llamó “cuarteles de nobleza
cultural”?
La verdad es que, como miembro autocrítico de esa “elite”
que se graduó en la universidad pública, y luego de haber ejercido la docencia en
el mismo ámbito durante 15 años,
creo que puedo y debo lanzar estas preguntas nuevamente, esta vez esperando
que seamos capaces de dar la discusión en serio. Y no sólo como universitarios, sino como ciudadanos y como pueblo.
Y si fuera posible con el pueblo, ya estaríamos dando un paso importante y genuino de apertura. Vamos por eso.